A pesar del buen trato policial, todo te resulta humillante. Te llevan, te traen, te manejan sin más ni más. No te dicen a dónde te llevan ni por qué. De repente, ves a dos policías delante de ti que te esposan ("es lo que marca la ley", te dicen) y que te escoltan hasta llegar a la lechera.
La lechera es deprimente. Un habitáculo con tan sólo una ventanilla, pequeña y enrejada. No hay nada que no sea un sitio donde sentarte, metálico, frío, con aquel agujero por el que apenas puedes distinguir por dónde vas. El viaje no es muy largo, no más de 5 minutos, pero se hace eterno. Mientras, lo único en lo que pensaba, lo único a lo que le daba vueltas era a por qué yo. Abusos sexuales. ¿Cómo? ¿Cuándo?
Entramos en los juzgados por la puerta de atrás. Y de ahí al calabozo, donde por fin me quitan los grilletes. Encerrado, el tiempo sigue sin pasar. No sé qué hora es. No sé cuánto tiempo ha pasado desde que entré en la comisaría a las 8.30 de la mañana, una hora que se me antoja ya lejana. Y más de lo mismo. Si no he hecho nada, ¿qué pinto yo aquí?
En algún momento de la mañana, me vuelven a colocar los grilletes y me suben. Voy a prestar declaración ante la jueza. De nuevo aquellas miradas acusadoras, inquisidoras, tanto por parte de la jueza como del fiscal. Y de nuevo las mismas preguntas. ¿Es su coche tal? ¿Matrícula cuál? ¿Qué hizo el pasado día por la tarde, entre las 4 y las 8? ¿Le vio alguien? Y vuelta a repetir la historia. Si, es mi coche. Si, es la matrícula. Y a recordar...
Cuando por fin logro que alguien me diga algo, aunque sea de manera oficial, la jueza me espeta que unos vecinos vieron a una persona de mediana edad, estatura normal, pelo oscuro, gafas de sol, complexión normal, ni grueso ni delgado, vestido con vaqueros y una prenda de color, que abordaba a una señora por la calle tocándola libidinosamente. Y que más tarde vieron subirse a una persona que prácticamente coincidía con esa descripción en un coche como el mío. ¿Mediana edad? ¿Ni grueso ni delgado? ¿Pelo oscuro? ¿Gafas de sol? Vamos, como la mayoría de los españoles medios, creo. Ni una marca, ni una señal, nada que indicara que fuera yo. Sólo que alguien que se parecía a mi aquel día, aciago para mi, se propasó con una señora y un poco más tarde pasé a recoger mi coche, pensando los vecinos que fui yo quien cometió el delito.
Ya no sabes qué pensar. Un fiel defensor de la colaboración ciudadana como yo se ve envuelto en un problema (un grave problema) por una mala coincidencia. Y sigues dándole vueltas. ¿Y ahora qué me va a pasar? Con el tema de la violencia de género (o violencia machista, ya no sé cuál de las dos es la correcta) tan en boga, te imaginas de todo, pero nada bueno.
Sigue pasando el día y sigues dándole vueltas a la cabeza. Los nervios atacándome todo el cuerpo, trato de mantener la calma como sea. Canto, rezo, pienso... sobre todo, pienso en cómo acabé allí. Y por qué. Y en qué me va a pasar. Cada minuto que paso allí encerrado me doy cuenta de dónde no quiero terminar. Escuchando a los que, como yo, están allí detenidos, no tengo ninguna gana de salir de allí para ir al penal. Si termino en él, estoy acabado, perdido, defenestrado. Las historias de las películas se van agolpando en mi cabeza: peleas, drogas, bandas, ser la novia de alguien... Y la cruz que me quedará pegada, porque otra cosa no, pero en este país, como te pongan una cruz, con razón o sin ella, sabes que perdurará para siempre.
La lechera es deprimente. Un habitáculo con tan sólo una ventanilla, pequeña y enrejada. No hay nada que no sea un sitio donde sentarte, metálico, frío, con aquel agujero por el que apenas puedes distinguir por dónde vas. El viaje no es muy largo, no más de 5 minutos, pero se hace eterno. Mientras, lo único en lo que pensaba, lo único a lo que le daba vueltas era a por qué yo. Abusos sexuales. ¿Cómo? ¿Cuándo?
Entramos en los juzgados por la puerta de atrás. Y de ahí al calabozo, donde por fin me quitan los grilletes. Encerrado, el tiempo sigue sin pasar. No sé qué hora es. No sé cuánto tiempo ha pasado desde que entré en la comisaría a las 8.30 de la mañana, una hora que se me antoja ya lejana. Y más de lo mismo. Si no he hecho nada, ¿qué pinto yo aquí?
En algún momento de la mañana, me vuelven a colocar los grilletes y me suben. Voy a prestar declaración ante la jueza. De nuevo aquellas miradas acusadoras, inquisidoras, tanto por parte de la jueza como del fiscal. Y de nuevo las mismas preguntas. ¿Es su coche tal? ¿Matrícula cuál? ¿Qué hizo el pasado día por la tarde, entre las 4 y las 8? ¿Le vio alguien? Y vuelta a repetir la historia. Si, es mi coche. Si, es la matrícula. Y a recordar...
Cuando por fin logro que alguien me diga algo, aunque sea de manera oficial, la jueza me espeta que unos vecinos vieron a una persona de mediana edad, estatura normal, pelo oscuro, gafas de sol, complexión normal, ni grueso ni delgado, vestido con vaqueros y una prenda de color, que abordaba a una señora por la calle tocándola libidinosamente. Y que más tarde vieron subirse a una persona que prácticamente coincidía con esa descripción en un coche como el mío. ¿Mediana edad? ¿Ni grueso ni delgado? ¿Pelo oscuro? ¿Gafas de sol? Vamos, como la mayoría de los españoles medios, creo. Ni una marca, ni una señal, nada que indicara que fuera yo. Sólo que alguien que se parecía a mi aquel día, aciago para mi, se propasó con una señora y un poco más tarde pasé a recoger mi coche, pensando los vecinos que fui yo quien cometió el delito.
Ya no sabes qué pensar. Un fiel defensor de la colaboración ciudadana como yo se ve envuelto en un problema (un grave problema) por una mala coincidencia. Y sigues dándole vueltas. ¿Y ahora qué me va a pasar? Con el tema de la violencia de género (o violencia machista, ya no sé cuál de las dos es la correcta) tan en boga, te imaginas de todo, pero nada bueno.
Sigue pasando el día y sigues dándole vueltas a la cabeza. Los nervios atacándome todo el cuerpo, trato de mantener la calma como sea. Canto, rezo, pienso... sobre todo, pienso en cómo acabé allí. Y por qué. Y en qué me va a pasar. Cada minuto que paso allí encerrado me doy cuenta de dónde no quiero terminar. Escuchando a los que, como yo, están allí detenidos, no tengo ninguna gana de salir de allí para ir al penal. Si termino en él, estoy acabado, perdido, defenestrado. Las historias de las películas se van agolpando en mi cabeza: peleas, drogas, bandas, ser la novia de alguien... Y la cruz que me quedará pegada, porque otra cosa no, pero en este país, como te pongan una cruz, con razón o sin ella, sabes que perdurará para siempre.
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